La percepción del tiempo está condicionada por la cuenta regresiva del inicio o el final de una situación específica, por la espera.



Dos sillas se cuidan la espalda. Sobre ellas hay dos canales de video del interior de la habitación de mi compañero, en Montevideo, y de la mía, en Bogotá, a la misma hora.
A pesar de la diferencia horaria entre ciudades, cada treinta segundos aparece dividida en las pantallas la onomatopeya “tic, tac”.

Lxs visitantes pueden recorrer la pieza en círculo, simulando el movimiento —a veces contrario— de las manecillas de un reloj.




Mientras envuelve con mantas isotérmicas los objetos que están en el espacio, un hombre —quien no soy yo— hace diferentes confesiones sobre el contacto y la temperatura. Lo que él dice —sus palabras— es la hibridación de mis textos con fragmentos de siete libros en los que desaparece, como si fuera un fantasma, el personaje que acompañaba al narrador, a quien fueron escritas todas las declaraciones de amor.
Desde mi ventana miro la construcción progresiva de un edificio nuevo de apartamentos; enlisto una serie de recuerdos conectados por la electricidad; incluso, me detengo a hacer preguntas sobre la caída del sol, acerca de la cercanía y la temperatura. Después, tarde, reconozco las luces rojas, las señales de alerta; reparo en varias escenas en las que el funcionamiento de las cosas, de la casa —con nosotros adentro—, fue crítico. Y, con la visión doble, multiplicada, me siento en el puerto de Buceo, en Montevideo, a contemplar la espera de los pescadores.
Brillo es la suma de diez textos cortos y una fractura, la historia de un amor que se apaga; es la luz continua del corredor de un apartamento vacío.

Autopublicación impresa en Bogotá, 2021
ed/200